Una incurable nostalgia, de Pedro G. Cuartango en El Mundo
TIEMPO RECOBRADO
Lo peor de esta crisis es que nos vamos metiendo en una espiral de pesimismo que acaba en que sólo percibimos todo lo malo que hay a nuestro alrededor. A mis 57 años, esa sensación empieza a ser angustiosa porque van desapareciendo todas las personas y las cosas que han formado parte de mi vida. Mi padre murió hace más de dos décadas, mi mejor amigo falleció hace 15 años de cáncer y han desaparecido mis abuelos, mis tíos y los seres cercanos que yo más quería en mi infancia.
Cuando voy a Miranda de Ebro, mi pueblo natal, siento una nostalgia irreprimible porque cada calle y cada esquina me recuerdan un pasado lejano que ya no volverá jamás. Tengo la impresión de que lo único que queda de algunas personas muertas es el recuerdo que yo guardo de ellas. Nunca olvidaré la reacción de mi abuela materna cuando mi padre llevó un televisor Marconi a casa, allá por el año 1961. Tenía casi 80 años y no podía entender los misterios de la electrónica, de suerte que le preguntaba al hombre del tiempo si iba a llover al día siguiente.
Como ya he escrito en más de una ocasión, el pasado se va haciendo algo dolorosamente cercano mientras el presente cobra aires de irrealidad. Como soy un incorregible pesimista pero no un paranoico, me doy cuenta de que el problema no es que la sociedad vaya a peor sino que tengo una tendencia muy marcada a la inadaptación a los cambios. Reconozco que hoy vivimos mucho mejor que hace 40 años, pero yo era entonces más feliz. Obviamente porque era joven y luchaba por todo aquello que no existía en la dictadura de Franco.
Si cuando vine a Madrid a estudiar periodismo en 1972 alguien me hubiera mostrado cómo iba a ser la España de 2012 no me lo habría podido creer. Hemos alcanzado un nivel de prosperidad, libertad y riqueza que entonces era impensable, pero la tragedia es que todo eso se desploma y, por primera vez en nuestra vida, padecemos un fuerte retroceso en el bienestar material al que nos hemos acostumbrado.
Me da la impresión de que, igual que me sucede a mí con esa enfermedad incurable de la nostalgia, este país no ha asimilado todavía la situación y se refugia en un pasado que no volverá. Esa dulzura de vivir en la época de antes de la Revolución de la que hablaba Talleyrand es la que también nosotros hemos perdido para siempre. Nos han tocado unos tiempos convulsos y, desgraciadamente, no hay un manual para afrontarlos.
Es duro acostumbrarse a la incertidumbre, pero no nos queda otro remedio porque hemos perdido el control sobre nuestras vidas por razones que tampoco llegamos a comprender. Ni hay soluciones milagrosas ni las cosas volverán a ser como eran. Sólo nos queda sobrevivir en un mundo regido por el azar y el caos.